Woody Allen despliega una poética idílica representando los sueños e imaginación de todos aquellos que viven idealizando situaciones en su vida. Esta película es un festín de fantasías que el autor le brinda a todos aquellos espectadores que alguna vez añoraron vivir en otro tiempo y convivir con los personajes de una época en cuestión.
Gracias a la sutil actuación de Owen Wilson nos ponemos en la mente del protagonista y sus delirios, deambulamos por la maravillosa ciudad de París y sus recovecos. París, la ciudad del amor, y si hay amor, hay sueños y si hay sueños, también hay realidad. Porque siempre habrá dos opuestos como el día y la noche, como el blanco y el negro, como el protagonista y su novia (más su familia). También habrá dos bandos, aquellos que aman la lluvia y aquellos otros que se rehúsan a su existencia ocasional; también estarán aquellos que creen y aquellos que no.
Pero en esta película no sólo se trata de apreciar París desde la visión del director (que vemos cuanto le agrada), sino que se trata de creer en la simplicidad, en el amor y, por supuesto, en las ilusiones. Que uno puede cumplir con sus metas cuando y donde menos se lo crea.
Básicamente, se trata en creer en uno mismo, más allá de lo real o lo imaginario. Más allá de unos o de otros.