Empezó a entonar mi madre
luego de hacer el check in en Ezeiza. Este año el destino para vacacionar no
pudo ser Uruguay y por las vueltas y señales de la vida, salió elegido el país
trasandino. Luego de apreciar desde el aire a la magnánima Cordillera de Los
Andes que tantas historias tiene en su haber, llegamos al aeropuerto de
Santiago. Luego, nos trasladamos a la ciudad destino. Cuando llegamos a la
terminal de buses de Valparaíso, me pregunté ¿a dónde traje a mi madre y qué
haremos acá? En la entrada a la ciudad, se leía la leyenda “Bienvenidos a Valparaíso,
patrimonio de la humanidad” Pero ¿Qué tenía que ver con lo que estábamos
viendo? Resulta que tenía que ver con lo
que veríamos después. Hallamos la tranquilidad a medida que caminábamos y
observamos cómo esta ciudad conocida por sus cerros te invita a conocerla y a
disfrutarla. En Valparaíso se vive y se respira puro arte, es bien bohemia y
agradable. Arte en las construcciones de sus casas, de sus callecitas, de sus
recovecos; y mucho arte callejero. Los grafitis están a la orden del día y son
preciosos, uno más lindo que el otro. La tranquilidad y el silencio de sus calles
que suben y bajan, se contraponen con las gaviotas que parecen gallos que te
despiertan bien temprano y cotorras que hablan todo el día. Los cerros parecen
vacíos, pero están atestados de turistas que van y vienen, que llegaron de bien
lejos para recorrer asombrados y abrigados entre temperaturas tranquilas. Valparaíso
te sorprende, te enamora. Tiene un puerto y tiene una playa; un mar azul que se
aprecia calmo y profundo donde conviven barcos y barquitos; tiene funiculares que
te transportan a otra época que suben y bajan todo el día; tiene los recuerdos
del gran poeta Pablo Neruda y su casa La
Sebastiana; tiene temblores de un segundo; los históricos trolebuses y un
sistema de transporte que no te hace perder el tiempo esperando; hay montones
de hoteles, hostales y restaurantes con comida variada y rica. En Valparaíso la
gente no tiene apuro y te recibe de la mejor manera. Valparaíso te sorprende,
en todos los sentidos, hará que no te olvides que estuviste ahí. Hará que
quieras volver a respirar paz, a relajarte, a escuchar el silencio, a ver miles
de colores, a pensar que estás dentro de un cuento o de una novela de otra
época. Valparaíso tiene una vecina, más glamorosa que se pone de fiesta a fines
de febrero, que también tiene playas, pero más edificios y menos hippies, Viña
del Mar. Son como hermanas diferentes, pero que no son la una sin la otra.
La vuelta tenía un parate
de 3 días en Santiago. Apenas arribamos, nos miramos con mi madre y nos
dijimos: “volvamos a Valparaíso. Volvamos al hotel del año 1870 donde
estuvimos. Volvamos a la serenidad de una ciudad encantadora”. Santiago es una
ciudad linda, llena de edificios que llaman la atención, con algunos cerros
para no perder la costumbre de que la zona es así, con una catedral inmensa,
con grafitis perdidos también y con mucha gente como toda ciudad capital. Pero
Santiago tiene un barrio imperdible de visitar; luego de asistir al Museo de
Bellas Artes, un edificio grandioso con la cantidad de obras justas para ver
que no avasallan de información al visitante, hay que caminar un poco más hacia
el barrio Bellavista, donde se encuentra “la movida”, es decir, los bares y los
restaurantes, la feria artesanal y el arte que no puede faltar; es un barrio
precioso, que caminando y metiéndose, te va llevando sin que sepas que está
ahí, unas cuadras adentro, a la otra casa de Neruda, La Chascona, ese nidito de amor que el poeta adquirió para su
amante y luego compañera de vida Matilde. Un lugar encantador solamente creado
por alguien sensible como este gran personaje que la historia nos ha dado. Alguien imprescindible y necesario para aquellos amantes de la lectura, del amor y de la vida.
Con este viaje, salté, temí
y luego no me arrepentí.